Quiero
hablar de un aedo que vivió como hace 30 siglos, y creo no
equivocarme. Era corriente que en los plazas públicas, banquetes y
festejos de la Grecia antigua aparecieran estos poetas épicos que
hacían solazarse a los asistentes con el relato oral de las hazañas
de los héroes griegos. Este aedo que digo conocer, nació con el
nombre de Melesígenes, en Esmirna, hijo de una tal Creteida, y tuvo
la desgracia de quedarse ciego, por una enfermedad que ni el
mismísimo Herodoto menciona. Este hecho provocó dos cosas, una que
encarrilara su vida como recitador de poemas y otra que cambiara su
nombre de pila por el de Homero (variante que dicen de ὁ
μή ὁρῶν,
el que no ve).
Con el tiempo, creó un corpus literario que ha llegado hasta
nuestros días y, sin duda, es considerado con justicia uno de los
grandes de la literatura. Lo dicho, era un aedo. Llegó lejos, mucho
más lejos que otros muchos.
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