Samaritano

El turista se dio un trompazo tremendo al caer de bruces en el paseo de la playa. Se quedó inmóvil en el suelo tratando de rehacerse poco a poco. Los paseantes, sorprendidos por aquel accidente inesperado, quizás por temor, egoísmo o cobardía ni se acercaban, solo miraban, pocos directamente y muchos de reojo. El accidentado tenía las costillas golpeadas y dificultad para respirar, se dolía de un costado y se palpaba la muñeca con insistencia. Malditas chanclas, juraba. Una mano tocó su hombro, era de un vendedor ambulante que mercadeaba con cuatro baratijas allí en el mismo paseo. Le miró a los ojos, y le preguntó con la mirada por su estado. Ni siquiera hablaban el mismo idioma. Le ayudó a incorporarse, le ordenó sus pertenencias y le despidió con una sonrisa y una palmada en la espalda. El mantero, ese era ciertamente su oficio, se retiró a su puesto. Allí le esperaba una niña sonriente. Te he cuidado las cosas para que nadie te robe, le explicó. El buen samaritano sonrió. Mi nombre, Tiguan, ¿tú? Espe, de esperanza. Sonrió él, sonrió ella. Aquella tarde Tiguan vio como crecían sus ventas.

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