15 dic 2017

Se muere sólo una vez

Era un día cualquiera, de esos que esperas ver transcurrir sin muchas emociones ni traspiés. Pues me equivoqué. Lo que me pasó fue que, sentado en un banco del Parque del Olvido, perdí corporeidad, algo así como una abducción que dejó mi vestimenta como único vestigio de lo que yo había sido. De mi cuerpo, ni rastro. La policía no quiso intervenir, porque allí no había cuerpo del delito, eso dijo un comisario, y dejaron el encargo a la brigada municipal de limpieza. Estos, asombrados por el hecho de que mi ropa pareciera contener un cuerpo real, tal era su compostura, llamaron al concejal de cultura para que diera su vaticinio. Y éste dictaminó que aquello era una performance de algún artista que buscaba su oportunidad. Y propuso que llamaran a la televisión que algo ya descubriría. Hasta aquel momento nadie se había percatado de que allí estaba yo, en cuerpo transparente y alma confusa, pues no sabía si estaba en el reino de los vivos o de los muertos. El reportero que primero llegó, me miró a la cara y, como no vio nada, me acercó el micrófono hasta las narices. Yo proferí unas palabras para alertar de mi situación y todas me salieron silenciosas, traté de morder el micrófono e hinqué mis dientes en el aire. Era inútil, sólo tenía conciencia de mí mismo, pero me faltaba la materialidad. Todos se retiraron sin dar más importancia a aquellos ropajes ensamblados de manera misteriosa. Derramé con rabia muchas lágrimas transparentes y decidí morir. Imposible. Ahora estoy en un contenedor de ropa, a oscuras, después de que el empleado de la limpieza me arrojara allí para poder limpiar el parque. Pero, eso sí, mantengo la compostura y la dignidad. ¿He muerto? Nunca pensé que morir consistiera precisamente en eso de vagar en espíritu como alma en pena. Bueno, lo escribo para avisar a los que todavía estáis vivos, que sepáis, esto es lo que os espera.
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