29 dic 2025

Consuelo de anciano

De niño pasaba mucho miedo moviéndome a oscuras por el largo pasillo de casa de los abuelos. Estaba seguro de que unos ojos me vigilaban cada vez que visitaba el baño y de que iban a por mí. Qué carreras y qué miedo. Hoy, con cachaba y pies torpes, voy con una confianza infinita en mí mismo por el pasillo que antaño me aterrorizaba. Es el único campo en el que conservo la seguridad, porque en el resto de las cosas me siento perdido en mi decrepitud. Mira por dónde los recuerdos me reconfortan.

NOTA: Texto presentado en el concurso de El muro del escritor en noviembre de 2025. Condiciones y tema: No más de 500 caracteres y  "Queridos fantasmas" como tema. Finalista. 
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26 dic 2025

Secretos que llegan del Caribe

Cuando murió el abuelo vaciamos su cuarto y nos llevamos una buena sorpresa. Encontramos en el doble fondo de un cajón un enorme pistolón. Por su antigüedad creemos que era de un tatarabuelo que estuvo en Cuba en tiempos de la independencia de la isla. Encontramos también un manojo de cartas que eran de una mujer que no vacilaba en firmar como amante del susodicho. Pronto supimos por qué el abuelo conservó las cartas. En cuanto las empezamos a curiosear quedamos magnetizados. Desde luego, los nietos  hechizados. Para empezar, eran deliciosamente románticas con frases como “mi corazón no conoce reposo desde nuestra forzosa separación. Cada día que pasa sin la luz de sus ojos es un tormento”. Mi hermana que lo leía en voz alta nos ponía la carne de gallina. Más adelante desvelaban un secreto familiar del que no teníamos ni idea. Citaba a “nuestro pequeño Fidel, nuestro hijo amado que ha estado con fiebres; él es mi mayor tesoro, después de usted”. O sea, comenté yo, teníamos o tenemos familia en Cuba. Y nadie nos ha dicho nada, añadió la hermana. Acabamos de descubrir un secreto familiar, murmuró una prima. ¡La madre que nos parió! Era mi padre que con una cara de sorpresa indisimulada iba más lejos. Si al nombre de Fidel añadimos el apellido familiar ¿qué pasa? Nos quedamos mudos. Estábamos hablando de un dirigente de la Revolución cubana. Acabamos sellando un nuevo pacto familiar. Por lo menos otras tres generaciones guardando el secreto, ¿no? Asentimos todos.

NOTA: Texto presentado en el concurso de Creatividad Literaria en la modalidad de cuento breve en noviembre de 2025. Condiciones y tema: Entre 1000/1500 caracteres y "embrujados" como tema. Finalista. 
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24 dic 2025

La felicidad según Amós Dolbear

El abuelo pasaba horas en el jardín con una sonrisa beatífica, armado de un lápiz y papel y alguno de sus numerosos libros cerca. Está embebido en sus pensamientos, decía preocupada su hija. Qué bien, se alegraba el nieto. A mí luego me cuenta cosas maravillosas de lo que tiene en la cabeza. La nieta, un jovencita espabilada y cariñosa, se quedó con la copla y al atardecer se acercó al abuelo con la merienda. Abuelo, preguntó, ¿qué te ronda la cabeza? La tengo llena de grillos, le respondió con una carcajada. ¿? Mira, le explicó, los grillos que oyes no cantan, porque no tienen cuerdas vocales, sino que chirrían frotando las alas entre sí. O, mejor dicho, corrigió, “estridulan” como dicen los entendidos. ¿Y te gusta oírlos? Mucho, porque el ritmo de sus “estridulaciones”, varía según la temperatura. No entiendo, abuelo. Es muy fácil. Según un tal
Dolbear, si tú oyes, 80 chirridos por minuto hay unos 15º C en el ambiente, y cuando emite 120 chirridos hay 21º C. ¿Y tú te dedicas a contarlos? Le enseñó la libreta donde identificaba distintos grillos según su posición en el jardín y donde contabilizaba las “estridulaciones” por minuto. ¡Qué aburrido! ¡Qué va! Hay una fórmula: Cuento los sonidos emitidos en 8 segundos y luego sumo un 5, ésa es la temperatura ambiente. El abuelo se llevó el dedo índice a los labios y le mostró el procedimiento a la nieta. Señaló una dirección donde un grillo chirriaba, mostró un cronómetro en su teléfono y ambos contaron los sonidos emitidos. 19, dijeron los dos a la vez cuando transcurrieron los 8 segundos de rigor. Hace entonces una temperatura de... 24º C, gritó la nieta sonriente. Pero ¿para qué te sirve saberlo? Mira, sé si puedo estar en camiseta en el jardín y leer mis libros a gusto. La chiquilla sonrió, le dio un beso y salió corriendo para contárselo a la madre que, como siempre, entornó los ojos y no sabemos a qué santo o santa imploró ayuda.

NOTA: Amos Dolbear fue un renombrado científico del S. XIX que investigó este tema a fondo.
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22 dic 2025

Un pueblo enamorado

No sabemos cómo, pero el caso es que aquella gallina llegó al barrio subida en el camión de la basura. Dicen los que la vieron llegar que se posó en el suelo con un vuelo atrevido, agitando las alas con fuerza y que miró a los presentes con indiferencia, se fue al jardín cercano y empezó a picotear por el suelo. Al cabo de una semana ya era conocida por todos y ella, se puede decir así, había encontrado su hogar. Los perros la respetaban, los gatos la admiraban y el vecindario fue tomándole cariño, tanto que pasó el verano sin ningún sobresalto, cacareando fuerte cada mañana y buscando intimidad para sus puestas. Eso fue un misterio, hasta que doña Mercedes descubrió que se escondía entre sus rosales y que allí había una docena de huevos. ¡Qué noticia para los vecinos! El estudiante de veterinaria nos dijo que aquellos huevos estaban “hueros”, vamos, no fecundados, porque no había ni rastro de gallo por las cercanías y que se podían consumir. ¡Uf! Alucinábamos con el tamaño, pero nadie se animó a freírlos en una sartén por aquello de que serían viejos. ¡Ah! También nos dijo el estudiante que si incubaba era por instinto, no más, y que se les llama gallinas melancólicas a las que actúan así. Vamos que nos sentimos enternecidos todos los vecinos por estos trances sicológicos de nuestra nueva vecina. Peor fue la mañana que apareció desplumada. La tonta de ella dormía siempre en un árbol, pero no se dio cuenta de que había llegado el otoño y que no había hojas suficientes para camuflarse. Por la mañana la encontró el alcalde en estado lamentable, aunque viva y “despeinada”. El sacristán apareció enseguida con una caja de madera que colocó en el árbol, poniendo un rótulo que decía Presumida, que era el nombre con el que todos la llamábamos. En realidad, tapaba el nombre de San Antón, el antiguo propietario de la “vivienda”. Y lo más curioso fue que nos llamó la radio para hacer un reportaje y allí salimos todos hablando y dando muestras de un rendido amor por Presumida. Un experto nos explicó que son aves sociales, inteligentes y llenas de sorpresas. Le dimos la razón, por supuesto. Creo que el día que muera le haremos un entierro con todos los honores. Prometo que lo contaré.
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