22 nov 2017

La presa legítima

Apostado tras una acacia en la sabana, observaba al atardecer las piezas que se me podían poner a tiro. Cerca había una manada de leonas dormitando con sus crías, al fondo dos leones solitarios, a la izquierda una manada de ñus, en la ribera del río dos rinocerontes y ya más lejos unos antílopes. Todas eran presas potenciales que podrían ponerse tiro. Me sentía el señor de la vida o la muerte. Me acerqué arrastrándome entre las altas hierbas, siempre en contra del viento y seguro tras mi ropa de camuflaje. Tenía para elegir en el punto de mira lo que quisiera. Opté por un joven león de fresca melena. Era mi presa predilecta. Gocé hasta el éxtasis contemplándolo, imaginándome cómo decoraría la chimenea de casa con su cabeza disecada, cómo saldrían despavoridos sus congéneres cuando sonara el disparo, cómo toda la sábana se pondría en movimiento huyendo de mí. Me sentí como el señor de la vida o la muerte. Y tanto. Sin darme cuenta, a mi lado, había una invitada especial que me miraba fijamente a los ojos y que me clavó sus dientes en el brazo que sujetaba el rifle, desapareciendo a continuación.
Sentí pronto que me quemaba por dentro, que me descomponía en mil sustancias corrosivas, que me moría. Juré contra todo con las últimas energías que me quedaban. Allí la presa era yo. Y no tuve más remedio que morirme. Si la víbora bufadora que me dio el pasaporte pudiera contarlo, más o menos diría que estuve tumbado al sol un buen rato, que en la oscuridad las hienas desgarraron mi carne, que al amanecer me picotearon los córvidos y que acabaron conmigo los buitres, quedando mi esqueleto de postre para un quebrantahuesos. Amén.
______ o _____
 

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