Apostado
tras una acacia en la sabana, observaba al atardecer las piezas que
se me podían poner a tiro. Cerca había una manada de leonas
dormitando con sus crías, al fondo dos leones solitarios, a la
izquierda una manada de ñus, en la ribera del río dos rinocerontes
y ya más lejos unos antílopes. Todas eran presas potenciales que
podrían ponerse tiro. Me sentía el señor de la vida o la muerte.
Me acerqué arrastrándome entre las altas hierbas, siempre en contra
del viento y seguro tras mi ropa de camuflaje. Tenía para elegir en
el punto de mira lo que quisiera. Opté por un joven león de fresca
melena. Era mi presa predilecta. Gocé hasta el éxtasis
contemplándolo, imaginándome cómo decoraría la chimenea de casa
con su cabeza disecada, cómo saldrían despavoridos sus congéneres
cuando sonara el disparo, cómo toda la sábana se pondría en
movimiento huyendo de mí. Me sentí como el señor de la vida o la
muerte. Y tanto. Sin darme cuenta, a mi lado, había una invitada
especial que me miraba fijamente a los ojos y que me clavó sus
dientes en el brazo que sujetaba el rifle, desapareciendo a
continuación.
Sentí pronto que me quemaba por dentro, que me
descomponía en mil sustancias corrosivas, que me moría. Juré
contra todo con las últimas energías que me quedaban. Allí la
presa era yo. Y no tuve más remedio que morirme. Si la víbora
bufadora que me dio el pasaporte pudiera contarlo, más o menos diría
que estuve tumbado al sol un buen rato, que en la oscuridad las
hienas desgarraron mi carne, que al amanecer me picotearon los
córvidos y que acabaron conmigo los buitres, quedando mi esqueleto
de postre para un quebrantahuesos. Amén.
______ o _____
No hay comentarios:
Publicar un comentario