Ella era la churrera del barrio. Él un humilde desatascador de pozos sépticos. Ella despedía un olor dulce y penetrante que la hacía muy atractiva. Él derramaba a su paso un hedor pestilente. Eran, pues, polos opuestos. Y por esas leyes de la física, y hasta de la química, se hicieron inseparables. Era de esperar.
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