Me encontraba yo relajado y feliz en mitad de un sendero que hoy llaman vía verde. La verdad es que lo que a mí me atraía al lugar era el verde, para qué voy a mentir. Miraba cómo las nieblas se disipaban en el valle y dejaban entrar el sol hasta el río que surcaba la hondonada entre verdes praderas. Así divisaba yo el espacio que me tenía enamorado. ¡Uf, qué buen día me espera! ¡Ya! Eso pensaba yo, porque irrumpió un ciclista a mi izquierda y otro a su vera que me embistieron como dos energúmenos sin control, uno me hizo una herida en las corvas y el otro se cayó por un barranco que casi acaba con él. Me dio pena, pero me cabreé un poco y la pagué con el que tenía al lado. Menuda coz le arreé a su bici y a él mismo. Mi cuidador se enfrentó a él hablando del uso público de los espacios, de la imprudencia que es circular a lo loco y de la difícil convivencia del mundo urbano y el rural. Nuestro interlocutor estaba aún aturdido y decía a todo que sí. Cuando reapareció en el sendero el ciclista despeñado me miró a los ojos y casi me pidió perdón, como si yo fuera una persona. Y yo se lo agradecí, porque, aunque nadie lo sepa, yo soy descendiente del asno de Buridán, un antepasado mío que, siendo persona de prestigio y peso social, se convirtió en burro sin perder el cerebro de su propietario humano. Por eso cuento mis historias casi como Esopo, perdón por la inmodestia. El caso es que los dos ciclistas se subieron a sus monturas y yo solté un rebuzno de despedida que hizo que los dos se despeñaran de nuevo, aunque sin consecuencias. A la siguiente ya me despedí solamente moviendo el rabo.
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