En la ribera del río, oculto tras un árbol frondoso hay un pescador de caña. Está impaciente porque lleva un rato sin ver que se mueva la superficie del agua. Ha comprobado varias veces que el cebo está bien colocado en el anzuelo y parece que no es apetitoso para ningún pez. Al final se duerme. Al poco un golpe suavecito en el hombro le hace volver en sí. Es el guarda rural, encargado del buen uso y disfrute de los ríos. Oye, le dice, que están picando. Efectivamente, hay alguien enganchado al sedal que tira de la caña. El pescador, azorado, recoge sedal y atrae con destreza la pieza. Después de una prolongada lucha, que el guarda observa con curiosidad y, podríamos decir que hasta con ansiedad, aparece un pez grande. ¡Un siluro!, grita el guarda, ¡sácalo, sácalo! El pescador está muy excitado, pues es la primera vez que se topa con un pez de 2 metros y casi 200 kg. Al final, tirando del sedal entre los dos, depredadores habría que decir, lo llevan a tierra. El representante de la autoridad saca un machete de no sabemos dónde, y lo desuella allí mismo. Es una especie invasora que hay que eliminar, explica. Seguidamente lo abre en canal y observa sus entrañas. Lo último que ha comido han sido, descubre, 3 barbos, 12 truchas, creo que 3 salmones, percas y, tócate las narices, 1 paloma. Lo graba todo en su móvil. El pescador se siente en medio de una película en la que él hace papel de figurante o directamente de tonto útil. Pues ahora hay que enterrarlo, dice el guarda. Y con una pala de supervivencia que trae en su 4X4 hacen turno para cavar una fosa donde meter aquel bicho enorme. Ese mismo día al pescador se le acaban yendo todos los ánimos al carajo y pierde la vocación. Ha sido la jornada más surrealista de su vida de pescador. Tira la caña a un contenedor y maldice al guarda rural que se ha cruzado en su camino. Y para rematar, vomita.
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