El amor propio, si es desmedido, lleva a la ruina a muchos individuos, comentaba don Cosme en el Ateneo Halicarnaso. Miren, si no, este caso que les cuento. Un criado de poca monta al que yo conocí siendo un niño, tuvo que llevar una carga al molino y guio al asno cogido del rozal hasta el lugar. En llegando, ató al animal a un poste y se dispuso a descargar los dos sacos de la albarda. El caso es que por su poca maña tropezó, el cargamento le cayó encima e incomodó al animal que se despachó con una coz tremenda. El saco voló por los aires y cayó al agua, echando a perder el grano de la molienda. El mozo de cuerda, enfadado, propinó una patada al burro a modo de escarmiento y qué consiguió? Pues que la segunda carga de trigo cayera también al río. Llevado de su orgullo malherido el mozo arreó fustazos sin cuento al animal que se defendió de nuevo con una coz que dejó descalabrado por mucho tiempo al criado necio. Cuando al cabo de dos días el pobre hombre se despabiló, se enteró de que su amo lo había despedido y se tuvo que marchar con el rabo entre las piernas. Pasó junto al pollino y no pudo por menos que pensar que el más burro había sido él mismo. Lo sé, porque el protagonista de la historia me lo contó en persona, explicaba don Cosme. Pero, ¿no era tu abuelito? preguntó un nieto que por allí pululaba y que no había perdido ni una palabra del cuento. Don Cosme, en aquel preciso momento, perdió la compostura y arreó un soberano bofetón al niño que salió huyendo como un poseso desparramando unas cuantas copas de vino de reserva que el narrador de esta historia había ponderado como el mejor de su bodega.
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