Una vez me hice una herida en la rodilla a causa de una tonta caída. Después de lamentarme, traté de lavarla y de poner mis carnes en orden. Primero la observé atentamente y descubrí sus dos labios y noté algo extraño, se movían. Con el primer brote de humor que tuve aquel día le pregunté si quería decirme algo. Y de repente oí una voz. Sí, que lo hagas más veces, así podré hablar un poco, me dijo. Ante mi perplejidad me quiso consolar. En unos instantes mis labios quedarán inmóviles, cosidos por una costra y luego por un cicatriz y callaré de nuevo, tranquilo. Pero te puedo contar cosas sobre tu cuerpo. ¿Cómo? Sí, tú conoces tu cuerpo por fuera y apenas por dentro, justo lo contrario que yo. Explícame lo que sabes. Pues mira, tienes un buen estado de salud, tus órganos funcionan bien, respiras, ves, comes y descomes, tu corazón palpita con orden, tus nervios hacen su trabajo, tus huesos, músculos y articulaciones cumplen su función, la sangre circula sin problemas, vamos, que no hay tensiones ni excesos en tu organismo. Entonces, estoy bien. Pero, aquí guardó un discreto silencio, hay un pero. Un pero que está en la cabeza. Dímelo. Es que vives acelerado, ansioso, estresado, impaciente, agobiado, sobreexcitado... Le tuve que cortar, porque parecía conocer un sinnúmero de sinónimos más para retratar mis dolencias. Y ¿cómo lo sabes? Mira, yo en la cabeza no entro y sé poco. Pero te cuento, en el último año has tenido 13 percances más de heridas, hematomas, brechas, chichones, torceduras, abrasiones... por moverte atolondradamente. Tú verás, o vives más relajado o... Aquí ya los labios de la herida empezaron a balbucear y enseguida quedaron inmóviles. La sangre estaba coagulando y empezó a convertirse en costra. Así se acabó nuestra breve conversación. Pasó el tiempo y una nueva piel sonrosada y flexible hizo olvidar la herida. Sin embargo, la conversación la mantengo fresca en mi memoria. He tratado de hacer caso, aunque esta cabeza mía sigue estando acelerada.
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