En
un no sé qué año visité la Plaza de San Pedro, justo en el
momento que el papa Juan Pablo II aparecía en la ventana de su
palacio del Vaticano y nos exhortaba a todos los presentes a ser
buenos cristianos. El caso es que todo el público que abarrotaba la
plaza a la hora del Ángelus recibió la bendición apostólica del
Santo Padre. Luego me enteré que eso significaba que si estábamos
confesados y recién comulgados, alcanzábamos una indulgencia
plenaria, es decir, el perdón de todos nuestros pecados, por lo que
iríamos al cielo directamente si, digo yo, es un decir, cayera un rayo en
aquel preciso momento en nuestras cabezas. Pero no era mi caso, que
ni cayó rayo, ni siquiera había cumplido ninguna de las anteriores
premisas. Pero albergo más dudas al respecto. Cuando el papa
impartía su bendición, yo me hallaba de costado, prestando toda mi
atención a una familia que se encontraba a mi lado. Deduje que eran
polacos, quizás irlandeses. Eran marido y mujer, altos, rubios y
flacos, con cuatro hijos e hijas, también flacos, rubios e incluso
altos para su edad, cogidos todos de la mano, absortos por la figura
del papa Karol Wojtyla, y todos compungidos, hechos un mar de
lágrimas y sumergidos en un pozo de congoja. Y yo, al ver su inmensa
emoción, me quedé tan traspuesto como ellos. Cuando volví la
mirada hacia la ventana donde se encontraba Juan Pablo II, éste
había ya desaparecido. Entonces comprendí que la indulgencia
otorgada no me llegaría por haberme colocado de perfil y que la fe
de algunas gentes era inconmensurable y un manantial de energía y
sentido envidiable. Pero no pude imitarles, hay que decirlo, lo
siento. Las cosas como son.
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