3 jun 2020

Roma conmigo siempre roma



En un no sé qué año visité la Plaza de San Pedro, justo en el momento que el papa Juan Pablo II aparecía en la ventana de su palacio del Vaticano y nos exhortaba a todos los presentes a ser buenos cristianos. El caso es que todo el público que abarrotaba la plaza a la hora del Ángelus recibió la bendición apostólica del Santo Padre. Luego me enteré que eso significaba que si estábamos confesados y recién comulgados, alcanzábamos una indulgencia plenaria, es decir, el perdón de todos nuestros pecados, por lo que iríamos al cielo directamente si, digo yo, es un decir, cayera un rayo en aquel preciso momento en nuestras cabezas. Pero no era mi caso, que ni cayó rayo, ni siquiera había cumplido ninguna de las anteriores premisas. Pero albergo más dudas al respecto. Cuando el papa impartía su bendición, yo me hallaba de costado, prestando toda mi atención a una familia que se encontraba a mi lado. Deduje que eran polacos, quizás irlandeses. Eran marido y mujer, altos, rubios y flacos, con cuatro hijos e hijas, también flacos, rubios e incluso altos para su edad, cogidos todos de la mano, absortos por la figura del papa Karol Wojtyla, y todos compungidos, hechos un mar de lágrimas y sumergidos en un pozo de congoja. Y yo, al ver su inmensa emoción, me quedé tan traspuesto como ellos. Cuando volví la mirada hacia la ventana donde se encontraba Juan Pablo II, éste había ya desaparecido. Entonces comprendí que la indulgencia otorgada no me llegaría por haberme colocado de perfil y que la fe de algunas gentes era inconmensurable y un manantial de energía y sentido envidiable. Pero no pude imitarles, hay que decirlo, lo siento. Las cosas como son.
________

No hay comentarios:

Publicar un comentario