John Wayne dio un brinco y cayó sentado en un caballo que inició raudo
el galope. Le seguían doscientos no sé cuántos indios que le
pisaban los talones y a los que el pistolero burló ocultándose en
la copa de un árbol en el que nadie lo pudo ver. Cuando los apaches
se alejaron, el vaquero encendió un cigarrillo, silbó a su caballo,
por cierto, a todas luces muy inteligente, y se largó al fuerte
donde los casacas azules le esperaban para felicitarle. En aquel
momento, todos los espectadores arrancamos a aplaudir a nuestro
héroe, no era para menos. El solito había matado a tropecientos
indios, había roto con sus puños las narices de más de uno, había
enamorado a una india bella y había hecho justicia a diestro y
siniestro. Lo dicho, en aquella sala no había nadie con más
inteligencia que el caballo.
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