Ramón
Curranza descubrió un pozo de agua. Estaba trabajando con el azadón
en los límites de su propiedad y notó humedad en la tierra,
profundizó dos varas más y encontró agua. Esperó a que el barro
se posara y comprobó que en aquel pocito no dejaba de manar un agua
clara y limpia. Inmediatamente se arrodilló y dio gracias a San
Isidro Labrador por la gracia concedida. Volvió los ojos al
manantial recién descubierto y notó que el débil chorro de líquido
procedía de la finca colindante, de la plantación de Tomás
Rasputín exactamente. Entonces temió por su descubrimiento. No le
importaría tener que compartir el agua, pensó, pero no podría
soportar que fuera su vecino quien pudiera acaparar el líquido
elemento para sus únicos intereses. Además imaginó un futuro
torturante, aguantando el sufrimiento de ver cómo Tomás Rasputín
prosperaba y él continuaba harto de trabajo y escaso de bienes.
Inmediatamente tapó el pozo para no dejar rastro de nada. Se puso de
hinojos e imploró a San Isidro Labrador de nuevo para que perdonara
su egoísmo. Pero se incorporó con una sonrisa disimulada, era por
la satisfacción de ganar otra batalla contra su insidioso vecino.
Ramón Curranza, seguirás siendo un miserable, se dijo, antes de
reír abiertamente. No le importaba.
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