1 jun 2020

Dulce maldad



Ramón Curranza descubrió un pozo de agua. Estaba trabajando con el azadón en los límites de su propiedad y notó humedad en la tierra, profundizó dos varas más y encontró agua. Esperó a que el barro se posara y comprobó que en aquel pocito no dejaba de manar un agua clara y limpia. Inmediatamente se arrodilló y dio gracias a San Isidro Labrador por la gracia concedida. Volvió los ojos al manantial recién descubierto y notó que el débil chorro de líquido procedía de la finca colindante, de la plantación de Tomás Rasputín exactamente. Entonces temió por su descubrimiento. No le importaría tener que compartir el agua, pensó, pero no podría soportar que fuera su vecino quien pudiera acaparar el líquido elemento para sus únicos intereses. Además imaginó un futuro torturante, aguantando el sufrimiento de ver cómo Tomás Rasputín prosperaba y él continuaba harto de trabajo y escaso de bienes. Inmediatamente tapó el pozo para no dejar rastro de nada. Se puso de hinojos e imploró a San Isidro Labrador de nuevo para que perdonara su egoísmo. Pero se incorporó con una sonrisa disimulada, era por la satisfacción de ganar otra batalla contra su insidioso vecino. Ramón Curranza, seguirás siendo un miserable, se dijo, antes de reír abiertamente. No le importaba.
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