29 ene 2020

Vocación fustrada

Andrés se hizo cazador por puro instinto. Le gustaba observar los animales que deambulaban libremente por los montes, se movían en las aguas o surcaban los aires con suficiencia. Sentía en su interior una necesidad de dominarlos, de agarrarlos con su manos. Por eso se compró una escopeta de dos cañones y los cartuchos convenientes, amén de la licencia correspondiente y un seguro, por si acaso. Todo por unos 1000 €. Se unió a una cuadrilla que se movía por un coto, donde tres veces por semana hacían batidas contra los jabalíes. La compañía de gente veterana le ayudó mucho a situarse y cumplir su papel. El primer día le asignaron un puesto de vigilancia y allí estuvo 5 horas a la intemperie, a la espera de una pieza que se pusiera a tiro. Pero no, no apareció ninguna víctima huyendo del acoso de los perros. Vale, soy novato, me dieron el peor puesto, fue su explicación. Así tres jornadas más, hasta que llegó el momento deseado. Fue cuando vió frente a él una hembra de buen porte saliendo de un riachuelo. Apuntó con rapidez, aunque el corazón le latía con fuerza y le dificultaba centrar la mira del arma en la pieza. Pero más le desconcertó ver cómo media docena de jabatos surgían de la nada siguiendo a la madre. Se detuvo, dudó, dudó tanto que fue incapaz de apretar el gatillo, dejando huir a aquella familia acosada. Se percató en aquel preciso instante de que amaba hasta tal punto la naturaleza que lo de matar había que dejárselo a otros. Fue más que una aparición milagrosa, comentó. Te entendemos, le comentaron sus colegas, nos has dejado piezas para el año que viene, muy bien hecho. Os dejo, sí, contestó, os dejo, que yo no vuelvo por aquí. 
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