31 ene 2020

Regresión

Siempre que llega Navidad yo voy a casa de mis padres y celebro con ellos tan entrañable día. Abrir el frigorífico de la cocina ya es para mí una experiencia inolvidable, siempre está lleno. Y poner en el viejo tocadiscos las canciones de mi infancia, vamos, es el no va más. Pero lo que me gusta de verdad es volver a dormir en mi habitación, una cama estrecha y cortita en la que duermo encogido. Y el beso de mi madre en la frente es definitivo para que duerma como un angelito. Al despertar, desayuno un ColaCao con churros que ha salido a comprar mi padre y me paso toda la mañana leyendo la colección de cómics que aún se guarda en mi habitación. Hazañas Bélicas, el Capitán Trueno, Mortadelo y Filemón y Vidas Ejemplares, sobre todo. Y llega pronto la hora de comer, donde mi padre y yo aplaudimos a rabiar a mi madre cada vez que saca un plato. Es una gran cocinera. Al igual que en la cena anterior, cantamos villancicos y vemos la televisión, Telecinco exactamente. Nos lo pasamos muy bien. Pero como todo lo bueno se acaba, llega la hora de marcharse. El abrazo que me da mi madre es el más largo, y sus consejos son siempre los mismos. Que me alimente bien, que vaya limpio y bien vestido, que piense bien todo lo que hago y que haga siempre el bien. Dios me acompaña siempre, les digo. Claro, exclama mi padre, para eso eres el obispo de la diócesis.
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