11 oct 2019

Madurez

En cierta ocasión me encontré con un hombre del que había sido amigo en la infancia. Ni él ni yo nos reconocimos. Pero al cabo de un tiempo supe de su nombre y apellidos y los recuerdos de antaño me vinieron a la mente. Lo estudié detenidamente y sí, cierto, tenía un parecido. Le abordé en la primera ocasión que tuve y me identifiqué. Cayó pronto en la cuenta de quién era y me saludó efusivamente. Compartimos historias y recuerdos en amena e interminable conversación. También algún reproche. Tú me quitaste una novia, me dijo. ¿Anita? Sí. Bueno, que sepas que al final nos acabamos casando, le confesé. Me alegro. Recuerdo que aquello me sentó muy mal, pero, claro la que me dejó fue ella, no tuviste la culpa tú. Ya. ¿Sabes? Yo me he divorciado ya tres veces, así que no veas qué importancia le doy a esa historia. Aquel dato me sorprendió. Aún así me atreví a continuar con el tema. Siempre mejorando, ¿no? Bueno, se sinceró, creo que yo no tengo remedio, soy un inmaduro. Como todos, ¿no? Tú eres muy sensato, se te ve.
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