Érase
una vez una araña que tejía su tela todos los días con un empeño
digno de mejor final. Pero eligió un mal sitio, el quicio de una
puerta que se abría y cerraba sin cesar y que quebraba de continuo
la trampa de seda que la araña montaba. Mas no todo era mala suerte,
que en aquella cuadra las moscas se agolpaban y siempre daba tiempo a
montar un banquete diario. No trabajo en balde, mirad qué hermosa estoy, decía, como el triple que
todas mis colegas. Era cierto y
muchas de sus compañeras de establo la imitaron colocando sus
trampas mortales en el mismo lugar. Hasta que le llegó la vejez
acompañada de artrosis y se vio imposibilitada de trabajar
diariamente en la recomposición de la malla de seda. Mas ahí
también encontró otra oportunidad. Mirad, llegada mi vejez, expuso,
y visto que no puedo vivir en condiciones, cualquier dia me coloco en
el quicio de la puerta y me dejo aplastar. Sus colegas araña
quedaron pensativas. Aquella araña era una precursora, estaba claro,
una pionera.
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