Cuando
nació Santiago Darwin Valdés, conoció un mundo perfecto. Sus papás
cuidaban de él y de los hermanos, los abuelos estaban con ellos y se
sentía seguro. Pronto aprendió las rutinas de todos los días y
encontraba tiempo para ayudar en casa, jugar y hasta para pelearse
con sus hermanos y amigos. Santiago Darwin Valdés entendió pronto
que el mundo era así y que su historia estaba ya marcada. Crecería,
encontraría trabajo en un campo fértil en fruta y vides, haría el
servicio militar, buscaría una esposa, una casa, tendría hijos y
llegaría a viejito. Y luego se moriría y lo dejarían enterrado en
el camposanto chiquito de su aldea junto a sus antepasados. Así era
el mundo y así debía ser. No sospechaba que un aciago día,
aconsejado por pájaros de mal aguero, compró un pasaje en un
ómnibus y emprendió el penoso camino de la emigración hacia la
capital. Llegó a un lugar desconcertante que abusó de él y no le
proporcionó mejor vida de la que tenía. Hoy, Santiago Darwin
Valdés, hijo de la comuna de Chépica, provincia de Colchagua, Sexta
Región de Chile, trabaja en la orilla del río Mapocho, empujando
una carretilla con dos sacos de cemento la Unión, que llevan impresa
la imagen de una insípida mujer que sonríe ajena a sus penas.
Mientras, recuerda con lágrimas en los ojos el sabor del pastel de
choclo de su tierra, las empanadas, los porotos, los zapallitos y las
papas que cultivaba en su potrero. Y también las risas de la gente
de Chépica. No, la vida ya no va a ser igual, se lamenta. Y todo por
400 dólares al mes que casi se van en el arriendo de una
habitación compartida. Y no puede reprimir lo que le sale de muy
adentro. Agarra un mazo y golpea con ganas a la mujer que sonríe
desde el saco de cemento como si la vida fuera siempre amable con
todos. Mierda, weon, ¿qué hago aquí? Y acto seguido, al tiro,
inicia el camino de vuelta a su Chépica natal. Un mapuche es un
mapuche, se consuela.
_____ O _____
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