Juan
Badaya se pasó cuatro horas en un quirófano, en manos de un equipo
de especialistas que lo dejaron listo para enfrentarse de nuevo a la
vida. Naturalmente, los profesionales de la medicina trabajaron con
todos los sentidos alerta, mientras Juan Badaya permanecía
anestesiado sin ser consciente de nada de lo que ocurría a su
alrededor. Al despertar, preguntó la hora y vio como unas batas
verdes desaparecían del entorno como escondiéndose entre la niebla.
Bastante tenía él para preguntar más. Medio adormilado, aguantó
como pudo y tuvo que esperar hasta el día siguiente para empezar a
ser consciente de su nueva situación. Atado a una cama blanca, muy
blanca, vio desfilar a mucho personal sanitario que le llamaban por
su nombre, que le atendieron bien, que le mimaron, en pocas palabras,
y que le permitieron tomar conciencia de su estado. Pero la sorpresa
llegó cuando un sonriente equipo médico de cuatro mujeres y un
varón rodeó su cama, saludaron, por supuesto, y con una
familiaridad excesiva, le miraron hasta las entretelas, le informaron
de los pormenores de la intervención y sobre el proceso que restaba.
Sabían mucho sobre Juan Badaya, a pesar de que el enfermo, eso
creía, no les había dado pie. Evaluaron las cicatrices, la
evolución de la zona de intervención y con los mejores deseos y
acertados consejos, acabaron yéndose a otra parte. Juan Badaya quedó
confuso. ¡Corchos! se decía, mientras yo estaba dormido, ellas y
ellos se han pasado 4 horas trajinando con mi cuerpo y han cogido
confianza, ¿no? Eso será. Y entre risas les decía a los amigos,
parafraseando al bufón de la Corte de Carlos V, don
Francés de Zúñiga,
que "por
lo menos, no me han muerto".
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