Se
cuenta que había una vez un almendro que vivía en un lugar poco
adecuado. Todos los lugareños sabían que los sitios soleados y
secos eran los más indicados para ello, pero nuestro árbol, estaba
situado muy a su pesar en un colina donde todos los vientos azotaban
sin piedad. El caso es que siempre creció hermoso, pero apenas daba
flores en marzo, pocas se transformaban en fruto en abril y nunca
maduraban a tiempo. Es decir, aunque su belleza resultaba evidente,
no producía nada. Y surgió un debate en la aldea que llegó hasta
el Consejo de Ancianos. Se les plateó su mantenimiento o su tala.
Los partidarios de lo práctico pidieron convertirlo en leña para
alimentar las chimeneas en invierno y los amantes de lo bello
propusieron mantenerlo en su lugar, pues su porte altanero y su
grácil balanceo alegraban la vista y, decían, daba ganas de vivir.
Es inútil, improductivo, estéril, inservible, sobrante y
superfluo, argumentaban los unos; falso, contratacaban los otros,
provoca alegría, euforia, optimismo, ilusión, quietud, paz... Así
estuvieron días y noches, hasta que pidió la voz el anciano más
tullido de la aldea. Ya veis, dijo, yo no valgo para mucho, soy una
carga y un estorbo; tampoco entusiasmo a nadie y le alegro el vivir,
así que, según vuestros argumentos, sobro por todos los lados.
Pero, aquí hizo una pausa y continuó, pero..., ¡tengo ganas de
vivir como el que más! ¿Por qué no le pedís la opinión al
almendro? Aún pervive.
_____ o _____
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