23 abr 2018

El don de la impertubabilidad

El médico fue tajante en su diagnóstico. Usted padece ataraxia. El paciente se encogió de hombros. No entiendo, contestó con la cara más plácida del mundo. Que sepa usted, continuó el doctor, que el hecho de que nunca se enfade, que ni esté triste ni alegre, que no sienta frustración alguna, que no se perturbe jamás, es un problema para su crecimiento personal. Nunca sabe lo que le conviene o no, lo suyo es un trastorno emocional grave. Mire, ahora habló el paciente, para mí esto no sé si es bueno o malo y, además, me da igual. El médico se sintió incómodo y ya se dirigió directamente a su mujer. Usted tiene que administrar la medicación, sin olvidar nada. Pero es que no quiere ni comer, replicó ella, ¿se da cuenta? El no se hace responsable de nada. Lo sé, lo sé, afirmó el médico agachando la cabeza, vamos a probar este nuevo tratamiento. La mujer guardó las recetas, se despidió con ojos llorosos, tomó del brazo a su marido y abandonaron la consulta. El médico, mientras tanto, se quedó mirando fíjamente la pantalla del ordenador y leyó que los filósofos griegos, epicúreos, estoicos y escépticos, tomaban la ataraxia como una aspiración noble que permitía alcanzar el equilibrio y la felicidad mediante el control de las pasiones y deseos. No pudo reprimir una risa nerviosa. A estos les explicaría yo que el camino más rápido para alcanzar la ataraxia es el de mi paciente: un golpe frontal a más de 100 km/h que le dejó dañado el cerebro, exactamente el lóbulo frontal y el sistema límbico. ¡Manda huevos! 
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