El
médico fue tajante en su diagnóstico. Usted padece ataraxia. El
paciente se encogió de hombros. No entiendo, contestó con la cara
más plácida del mundo. Que sepa usted, continuó el doctor, que el
hecho de que nunca se enfade, que ni esté triste ni alegre, que no
sienta frustración alguna, que no se perturbe jamás, es un problema
para su crecimiento personal. Nunca sabe lo que le conviene o no, lo
suyo es un trastorno emocional grave. Mire, ahora habló el paciente,
para mí esto no sé si es bueno o malo y, además, me da igual. El
médico se sintió incómodo y ya se dirigió directamente a su
mujer. Usted tiene que administrar la medicación, sin olvidar nada.
Pero es que no quiere ni comer, replicó ella, ¿se da cuenta? El no
se hace responsable de nada. Lo sé, lo sé, afirmó el médico
agachando la cabeza, vamos a probar este nuevo tratamiento. La mujer
guardó las recetas, se despidió con ojos llorosos, tomó del brazo
a su marido y abandonaron la consulta. El médico, mientras tanto, se
quedó mirando fíjamente la pantalla del ordenador y leyó que los
filósofos griegos, epicúreos, estoicos y escépticos, tomaban la
ataraxia como una aspiración noble que permitía alcanzar el
equilibrio y la felicidad mediante el control de las pasiones y
deseos. No pudo reprimir una risa nerviosa. A estos les explicaría
yo que el camino más rápido para alcanzar la ataraxia es el de mi
paciente: un golpe frontal a más de 100 km/h que le dejó dañado el
cerebro, exactamente el lóbulo frontal y el sistema límbico. ¡Manda
huevos!
_____ o _____
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