Los
niños nos apelotonábamos en el perímetro del campo de
entrenamiento, una ladera que dejaba ver perfectamente cómo
entrenaba la 24 Compañía del Regimiento de Artillería número
uno. Era una vieja cantera muy apropiada para ello. Un teniente muy
chillón estaba al frente, dos sargentos y 4 cabos le acompañaban en
las prácticas de lanzamiento de granada y los soldados sentados en
la ladera esperaban su turno. Era fuego real. Una viejas cajas de
madera dejaban ver las granadas perfectamente ordenadas, con sus
anillas y lazo azul. Yo era todo ojos. Veía cómo cada soldado
ocupaba el puesto de lanzador cuando un sargento lo llamaba, seguía
las instrucciones de un cabo vigilante, introducía el dedo corazón
en la anilla, extendía los brazos, los balanceaba de abajo arriba y,
a la de tres, siempre a la de tres, lanzaba el proyectil por encima
de su cabeza, quedándose con la anilla y el lazo entre sus dedos,
seguía la trayectoria y, una vez seguro de que iba lejos, se tapaba
los oídos con ambas manos y se lanzaba cuerpo a tierra. Lo normal
era que se oyera de inmediato una explosión, viéramos una pequeña
humareda y que la chavalería aplaudiera con entusiasmo. Pero lo que
más nos gustaba a la gente menuda era cuando las cosas sucedían de
otro modo. A veces el proyectil, bien lanzado, no acababa de
estallar, o el soldado inexperto arrojaba lejos granada, anilla y
lazo azul. Entonces un cabo se acercaba con precaución, casi a
rastras, como los indios de los western, y localizaba el proyectil
inerte, señalando su posición. Había un sargento regordete que
apuntaba con un fusil, luego me enteré que era el famoso CETME, que
la destripaba de un tiro certero. Entonces ya nos poníamos hasta de
pie para aplaudir. Lo más emocionante era cuando el soldado
inexperto lo hacía tan rematadamente mal que se azoraba y dejaba la
granada a pocos metros de sus pies. Entonces era el caos. Todos se
tiraban cuerpo a tierra o huían despavoridos. Menos los niños que
éramos todos valientes y no cerrábamos los ojos. Tampoco nos
reíamos, que el teniente estaba muy serio. ¡Cuidado con la
fragmentación!, gritaba. Allí explotaba la granada y levantaba una
polvareda de no más de un metro. Nadie resultaba herido y
respirábamos tranquilos. Había un sargento que tenía una libreta
en la mano y escribía lo que le dictaba el oficial que, a mí
personalmente me daba mucho miedo, siempre estaba gritando o
castigando. A éste no ocho días como a los torpes, sino 15 días de
arresto, bramaba. Total, que después de casi un centenar de
prácticas aquello se acababa muy a nuestro pesar. La tropa se
retiraba, los cabos y varios soldados revisaban la vieja cantera
donde se entrenaban y nos dejaban campo libre a los niños que
entrábamos a saco en busca de anillas y cintas azules para nuestra
colección. Pero recuerdo una vez que tuvieron que volver sobre sus
pasos, porque el Josinas, un niño dos años mayor que yo, encontró
un lazo azul muy limpio, con anilla y granada intacta. Mira, dijo con
toda la ilusión del mundo. Entonces oímos un bramido peor que un
trueno. ¡Quietos todos, chaval, no te muevas! Era el teniente. Nos
mandó retirar a todos los críos, envió al cabo más espabilado que
se acercara y éste le quitó suavemente el explosivo a Josinas que
para ese momento lloraba a moco tendido. La depositó suavemente en
el suelo y con un ¡lárgate chaval! muy poco considerado mandó a
Josinas a nuestro lado. El sargento regordete reventó la granada de
un disparo y estalló la tormenta. ¡Sargento Cienfuegos, arresto de
un mes para los cabos! ¡Y una semana de rebaje para todas la
compañía! El teniente estaba lanzado y lo peor es que sabíamos que
llegaba nuestro turno. Nos miró con ganas de arrestarnos a todos.
¡Última vez que presencian el entrenamiento! Los niños no dijimos
ni mu, no fuera que acabáramos en el calabozo. Ya no volvimos ningún
miércoles por la tarde, fiesta en la escuela, a la vieja cantera.
Para entonces ya sabíamos que estas cosas pasaban y que la culpa no
era nuestra. Claro, los mayores meten la pata y se enfadan sin saber
con quién. Fue injusto, la culpa era de ellos. Nos retiramos
tristes, porque aquellas clases de formación para la guerra se nos
acababan. A nuestra edad, a todos nos gustaba la guerra. Éramos unos
inconscientes.
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