De
niño me gustaba competir con mis hermanos y hermanas a ver quién
pisaba más baldosas en el camino a la estación. Poníamos un pie en
los vértices de cuatro de ellas y luego en el siguiente paso en
otras tantas. Así sumábamos de cuatro en cuatro y el que alcanzaba
mayor número ganaba. Al principio yo siempre perdía, porque todos
mis hermanos mayores me hacían trampas, pero luego, cuando aprendí
a multiplicar y, todo hay que decirlo, nacieron más hermanitos, yo
ganaba más de una vez. Mi padre se reía mucho y nos ayudaba en los
cálculos. Luego, en la sala de espera de la estación, cambiábamos
de juego. Había que colocar los dedos de la mano en los azulejos de
la pared y ver quién tocaba más. Así aprendimos todos a
multiplicar por cinco. La verdad es que todavía recuerdo cómo mi
padre se las ingeniaba para que aprendiéramos aritmética. Porque
él, de multiplicar y multiplicarse sabía mucho, que tuvo 14 hijos.
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