El
pastor hizo su trabajo y recogió todas sus ovejas, menos una que se
quedó despistada bajo un olivo. Era invierno. Y se puso de inmediato
a dar lástima con sus balidos. Casualmente, el agricultor también
había hecho su trabajo y recogido todas las aceitunas, menos una que
seguía prendida a una rama. Y la pobre estaba molesta con la oveja
ruidosa que tenía por vecina. Que yo sepa, le dijo, mañana el
rebaño volverá por aquí, así que calla y espera, que podemos
dormir juntas y en paz. Y además, le recriminó con duras palabras,
eres una gregaria, que no sabes vivir sola como yo, que fuera del
rebaño te ves perdida. La oveja prestó atención a la voz amiga y
siguiendo más su instinto que el buen sentido común, se la comió.
Cuando la aceituna ya se vio aprisionada por las mandibulas del
ovino, gritó lo que tantas veces había pensado. ¡Las ovejas son
tontas, cuando están juntas y cuando están solas! No le valió de
nada y abandonó este mundo de forma cruel. La oveja depredadora ni
se inmutó. Al día siguiente solucionó su problema y dejó como
recuerdo, perdón por la sinceridad, unos excrementos redonditos y
negros, parecidos a granos de café, que el olivo entendió como una
muestra de agradecimiento por su hospitalidad. Qué amable ovejita,
pensó. Y saludó al sol con una amplia sonrisa.
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