Aún
recuerdo el primer día que me llamaron a votar. Resulta que en mi
país, por fin, se había instalado la democracia, una palabra grave
que colmaba las aspiraciones de muchos, de casi todos.
Afortunadamente habíamos superado el período en el que una élite
bendecida por Dios, eso decían, gobernaban sin contar con la opinión
de los ciudadanos. Y digo que recuerdo aquel día perfectamente. Iba
con una papeleta en la mano, el carnet de identidad en la otra y me
acerqué a la urna. Allí el presidente de la mesa dijo mi nombre,
los vocales corroboraron que efectivamente figuraba en los listados,
los interventores de los partidos me sonrieron mientras añadían mi
nombre a un listado, y el presidente introdujo el sobre en la urna.
Me sentí contento. Tenía entonces 25 años. Ya era hora, pensé,
empieza una nueva era. Que qué voté, me pregunta mi hijo. Casi no
me acuerdo. Creo que acepté una monarquía, no había otra opción,
y di el visto bueno a la continuidad de la mitad de las instituciones
del antiguo régimen, le contesto. Pero aquellos votantes de ayer, me
argumenta, sois apenas un tercio en el censo actual, no podéis
decidir los tiempos actuales. Ya, le dije, tienes razón, hablaré
con el Gobierno. Mi hijo se rio. Sabe que con el gobierno no hay
forma de hablar. Casi como antes.
_____ o _____
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