Dicen
que Rodrigo de Triana se quedó con la boca abierta, los ojos
nublados y una respiración temblorosa. ¡Allí, allí! gritó. ¿Qué?
preguntó un marino tumbado sobre unas estachas en la amura de babor,
bien flaco por cierto, que se
hurgaba la nariz de puro aburrimiento. ¡Tie tie tie rra a a a la
vista!, balbució el vigía encaramado en el palo mayor. El flaco se
incorporó de golpe, escudriñó entre las nieblas del amanecer y
echó a correr hacia el puente para informar al oficial. ¡Que, que
que..., vaciló el marino, que, que...! ¡Voto a bríos! ¿Qué pasa?
gritó el segundo de abordo. ¡Que, que, continuó el marino, que ya
tenemos a a a agua, vi, vi víveres! Para entonces Rodrigo de Triana
pudo descender del puesto de vigía y traducir las palabras del
marino. ¡Tierra a la vista! gritó. El oficial aguzó su mirada y
entró como un caballo desbocado en el camarote de Cristóbal Colón.
¿Qué le dijo? Poco debió ser, aunque suficiente, porque el famoso
marino que llegó a tierra americana el 12 de octubre de 1492, a las
2:00 de la mañana, salió en paños menores y allí mismo, viendo la
culminación de su viaje, se arrodilló y mostrando la popa al nuevo
continente, digamos que el culo orientado al oeste, entonó un Tedeum
laudamus que secundó toda
la tripulación que aún no estaba enferma o dormida. El marino que
estaba sentado en unas estachas en la amura de babor imitó su gesto
y presentó sus posaderas al este. No se sabe quién fue más
honesto.
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