Nunca
olvidaré el día en que mi abuelo, José Badaya, me llevó a cuidar
sus colmenas de abejas melíferas. No te muevas, no te harán nada,
me dijo. Y juro que esta profecía aún hoy se cumple. Mi abuelo era
un hombre de temple que, abotonando los puños y cuello de la camisa
y con su boina calada, recogía enjambres, movía colmenas o extraía
los panales repletos de miel. Mientras tanto, yo le acompañaba
embutido en un traje de astronauta raso, con escafandra, guantes y un
fuelle ahumador que me hacía sentir más importante que Neil
Amstrong, que en aquel tiempo se estaba entrenando para llegar a la
Luna. Siempre pensé que mi abuelo tenía un valor extraordinario o
una temeridad inmensa. Pero todo es más sencillo. Acabo de enterarme
que las abejas huelen el miedo, que captan la adrenalina y sudor que
genera la gente temerosa, que se ponen en guardia y activan unas
feromonas que las vuelven locas por acabar con el intruso. Así que
ya sé dónde residía el truco de mi abuelo. Y yo que pensaba que
era más bravo que Buffalo Bill...
_____ o _____
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