Cada
vez que traspasaba la puerta del museo más importante de mi ciudad
me quedaba detenido y preso en la misma puerta de entrada. Al menos
durante una década me fue prácticamente imposible traspasar el
umbral. ¿Era una medida preventiva contra desaprensivos, ladrones,
gamberros, gentes de mala catadura? No, era por amistad. Resulta que
uno de los empleados del museo, Recaredo de nombre por más señas,
era muy amigo de mi abuelo, José Badaya, y que, como hacía tiempo
que no se veían, quería suplir conmigo las conversaciones que se
debían entre ambos. No fueron dos, ni cinco, las veces que esto
ocurrió, que fueron más. Yo recuerdo que apenas me daba para
recorrer una galería, porque ya el tiempo se me echaba encima y
tenía que salir corriendo. Así que pienso que este hombre, el bueno
de Recaredo, me robó a mí muchas conversaciones con el Bosco, el
mejor amigo que yo tenía en el museo, pues siempre me invitaba a
participar en su “Festín burlesco”. Bueno, eso pensaba yo, que
la historia no acaba aquí, que hay más. La pintura flamenca que
figuraba en el museo, que a mí tanto me cautivaba y que era
atribuida a El Bosco, ha resultado un fiasco. En una reciente
restauración se ha comprobado que era de un discípulo de El Bosco,
Jan Mandijn, que para mí desde hoy es un fenómeno. Pero, que uno no
gana para disgustos, que desde hace poco, el Instituto Neerlandés
para la Historia del Arte, asegura que Festín
burlesco,
óleo sobre tabla, 98,5 x 147 cm, se debe atribuir a un tal Verbeeck.
Un tal, dicen, porque en Malinas localizan quince pintores con ese
apellido. Con lo que, a modo de epílogo, solo queda decir que no sé
realmente de quién me enamoré, bueno si, de El Bosco y de su
escuela, que en esto del arte soy un tanto promiscuo. Y mando un
saludo al bueno de Recaredo o descendientes. ¿No se apellidarán
Verbeeck, verdad?
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