1 nov 2017

Muertos sin tumbas

Cada 1 de noviembre hay que acompañar a doña Mercedes al cementerio. La mujer tiene que visitar las tumbas de todas las personas fallecidas de la familia, arreglar el panteón familiar y depositar unas flores. Según llega, se planta frente a la sepultura donde yacen sus abuelos, padres, hermanos, hermanas... y reza en silencio. Luego pronuncia en voz alta el nombre de los difuntos inscritos en las lápidas y para todos ellos tiene un recuerdo, una frase. E incluso cuenta alguna historia. El final de la visita siempre es el mismo. Voy a ver si está mi prima en alguna tumba, dice. Y recorre el campo santo mirando las lápidas de todos los que fueron de su casa, de su apellido, de su familia. Esfuerzo inútil. El que esto escribe conoce la historia. En la guerra que ella sufrió en su infancia, apenas llegaba a 8 años, las fuerzas vencedoras entraron a saco en la zona, ocuparon la casa de su prima, torturaron al padre en presencia de la hija y ésta, entre otras cosas, sufrió la humillación de que le raparan su preciosa melena rubia.
A la semana falleció. Y la familia vivió aquella tragedia en silencio, ocultando aquello como una vergüenza, llorando entre las cuatro paredes de su casa, sin quejarse públicamente, sin denunciarlo. Humillación. Era lo que tenían que hacer para sobrevivir y evitar la ira del ejército triunfante y sus funcionarios. Ni siquiera pudieron darle sepultura con nombre y apellidos, pues hoy nadie sabe dónde estuvo, ni donde está. Doña Mercedes es la única que todos los años tiene un recuerdo para aquella joven veinteañera que sufrió en sus carnes la crueldad de una guerra, una guerra que ni siquiera dejó descansar en paz ni a vivos, ni a muertos.
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