Cada
1 de noviembre hay que acompañar a doña Mercedes al cementerio. La
mujer tiene que visitar las tumbas de todas las personas fallecidas
de la familia, arreglar el panteón familiar y depositar unas flores.
Según llega, se planta frente a la sepultura donde yacen sus abuelos,
padres, hermanos, hermanas... y reza en silencio. Luego pronuncia en
voz alta el nombre de los difuntos inscritos en las lápidas y para
todos ellos tiene un recuerdo, una frase. E incluso cuenta alguna
historia. El final de la visita siempre es el mismo. Voy a ver si
está mi prima en alguna tumba, dice. Y recorre el campo santo
mirando las lápidas de todos los que fueron de su casa, de su
apellido, de su familia. Esfuerzo inútil. El que esto escribe conoce
la historia. En la guerra que ella sufrió en su infancia, apenas
llegaba a 8 años, las fuerzas vencedoras entraron a saco en la zona,
ocuparon la casa de su prima, torturaron al padre en presencia de la
hija y ésta, entre otras cosas, sufrió la humillación de que le
raparan su preciosa melena rubia.
A la semana falleció. Y la familia
vivió aquella tragedia en silencio, ocultando aquello como una
vergüenza, llorando entre las cuatro paredes de su casa, sin
quejarse públicamente, sin denunciarlo. Humillación. Era lo que tenían que hacer
para sobrevivir y evitar la ira del ejército triunfante y sus
funcionarios. Ni siquiera pudieron darle sepultura con nombre y
apellidos, pues hoy nadie sabe dónde estuvo, ni donde está. Doña
Mercedes es la única que todos los años tiene un recuerdo para
aquella joven veinteañera que sufrió en sus carnes la crueldad de
una guerra, una guerra que ni siquiera dejó descansar en paz ni a vivos, ni a muertos.
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