Fray
Justo de Andrade arrancó la confesión definitiva tras dos horas de
tortura. Sí, copulé con el diablo, yací con hombres y mujeres,
cabalgué a lomos de un carnero, sí, gritaba, soy bruja, tomé parte
en el aquelarre del claro del bosque, ¿qué más quieren que diga?
El inquisidor sonrió satisfecho, ya tenía la confesión que
necesitaba para mandar a la hoguera a aquella mujer. Mandó al
escribano que dejara constancia de su confesión y pidió a los
esbirros que la vistieran y retiraran a la mazmorra. Quería
aparentar que su decisión era muy meditada. Pero no, ya la había
condenado, junto a otras 8 mujeres, a morir a gritos mientras las
llamas desgarraban sus carnes. La sentencia se cumplió en dos días,
que no era cuestión de mantener a los enemigos de Dios en este
mundo. Recordó que la bruja también había confesado que desenterró
a un niño y que utilizó sus huesos para preparar un hechizo. Días
más tarde, con mucha pompa y altanería, invitó a las autoridades a
comprobar el hecho y exhumaron el cadáver. Apareció descompuesto
por el tiempo, pero intacto, como era previsible. Fray Justo de
Andrade, el inquisidor, ni se inmutó. Con una frialdad desesperante
miró a las autoridades y les dijo sin vacilar lo más mínimo: Sin
duda el diablo, para ocultar su presencia y perversión, nos hace ver
las cosas en orden, pero, sépanlo, aquí está la mano de Belzebú.
Y se persignó con toda la ceremonia exigida levantando un murmullo
de temor entre los presentes. Genio y figura.
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