El
niño introdujo la mano en el tarro y trató de sacar todos los que
pudo. Cógete
sólo un puñado, le había dicho la abuela. A
duras penas pudo sacar el puño del recipiente. Y
allí mismo, con la inocencia propia de un crío y la benevolencia de
la abuela, comenzó a introducir las golosinas en la boca. Primero
con prisa, luego con calma y, finalmente, visto que le quedaban ya
pocas, comenzó a degustarlas con parsimonia y lentitud, temeroso de
que se le acabaran. El
abuelo, escondido tras el periódico, observaba la escena divertido.
Algo notó la abuela que no pudo dejar de preguntar por aquella
sonrisa burlona. ¿Tiene gracia? Mucha, respondió él. Esto es como
la vida, explicó, que cuando eres joven la vives con prisa y avidez
y, luego, cuando llegas a viejo, saboreas lentamente cada uno de los
instantes, sabiendo que son pocos los días que nos quedan. La abuela
se quedó pensativa. Pero al final acabó preguntando. ¿Rico? El niño asintió con la cabeza, ya que
no podía hablar de lo concentrado que estaba en exprimir sus papilas
gustativas. El abuelo lanzó un guiño a su esposa mientras decía
algo así como que la felicidad nunca ha estado tan accesible. Ella
no contestó, que no era cuestión de dar la razón a aquel viejo
gruñón. Miró al nieto desolado, ya sin ningún caramelo en la
mano, y no pudo menos que soltar una carcajada.
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