El
cantautor se encerró en sí mismo con dos vueltas de llave, dejó de
percibir su entorno con la vista y el oído, acogió la guitarra en
su regazo, colocó con energía los dedos en el traste y arrancó
unas primeras notas que parecían una melodía. Respiró hondo y
comenzó a repetir la frase, a estirarla, introdujo alguna variación,
fijó el ritmo, el tono y acabó por memorizar una tonadilla que le
dejó complacido. Improvisó una letra y la canción empezó a tomar
cuerpo. Ya tenía el estribillo, eran unos 60 segundos intensos.
Luego se metió de lleno en el verso, las frases, donde iban la idea
musical que le surgía de dentro y la letra que tuvo que pensar más
a fondo. Le gustó, eran tres estrofas llenas de lirismo que cantaban
al amor. Armó un pre-estribillo para unir ambas partes y ya se
detuvo en apañar un solo de guitarra que hiciera de puente entre las
partes. Y lo repitió decenas de veces hasta llegar a la armonía que
deseaba. Ya al final, se centró en el cierre, probando fórmulas
diversas. La que más le agradó fue la repetición del estribillo
con rasgueos apagados de la guitarra hasta llegar al silencio total.
No hizo falta grabarla, porque tenía la canción cincelada en su
mente. Se fue a dormir, vano intento. A la hora se incorporó y tomó
de nuevo su guitarra entre las manos. Así estuvo un buen rato hasta
que cayó derrotado por las huestes de Morfeo. Aún tardó un mes más
en dar por definitiva su canción, antes de presentarla a su gente,
ponerla en manos del arreglista y dejarla presa en un grabación de
estudio. Durante toda la vida sintió que podía mejorarla. Ese era,
y es, el sino del creador.
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