22 feb 2017

A cuestas con mi insomnio

Las noches en la montaña son largas y tristes. Cada vez que me desvelo, mis ojos tratan inútilmente de perforar la oscuridad y saber dónde se esconde el alba. Sólo el reloj de la torre de la parroquia me ayuda con sus campanadas, aliviando mi soledad y marcándome el tiempo de espera. Sé también de sobra cuándo llueve, cuándo arrecia el viento, cuándo la luna se pavonea en lo alto recorriendo de punta a punta el umbral de mi ventana y sé cuándo nieva. No tengo ni siquiera que abrir los ojos para comprobarlo, es sólo el tañido apagado de la campana del reloj de la iglesia el que me dice que un manto blanco posado en el bronce hace que los golpes del badajo sean apenas perceptibles. Y entonces ya no hace falta que el alba me despierte, me levanto y me asomo a la ventana para contemplar esa metamorfosis que hace que todo el mundo que me rodea parezca perfecto. Siempre sucumbo ante el encanto de una nevada, no lo puedo evitar. Y eso que tengo ya muchas a mis espaldas, tengo 92 inviernos en mi carnet de identidad. 
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