Las
noches en la montaña son largas y tristes. Cada vez que me desvelo,
mis ojos tratan inútilmente de perforar la oscuridad y saber dónde
se esconde el alba. Sólo el reloj de la torre de la parroquia me
ayuda con sus campanadas, aliviando mi soledad y marcándome el
tiempo de espera. Sé también de sobra cuándo llueve, cuándo
arrecia el viento, cuándo la luna se pavonea en lo alto recorriendo
de punta a punta el umbral de mi ventana y sé cuándo nieva. No
tengo ni siquiera que abrir los ojos para comprobarlo, es sólo el
tañido apagado de la campana del reloj de la iglesia el que me dice
que un manto blanco posado en el bronce hace que los golpes del
badajo sean apenas perceptibles. Y entonces ya no hace falta que el
alba me despierte, me levanto y me asomo a la ventana para contemplar
esa metamorfosis que hace que todo el mundo que me rodea parezca
perfecto. Siempre sucumbo ante el encanto de una nevada, no lo puedo
evitar. Y eso que tengo ya muchas a mis espaldas, tengo 92 inviernos
en mi carnet de identidad.
_____ o _____
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