Todos
tropezaban en la lectura del mismo pasaje y el maestro les reprendía
quejándose de que no hacían la pausa requerida. Isabelita sirvió
de ejemplo a todos cuando leyó todo de un tirón sin respirar y se
desmayó sin acabar el párrafo siquiera. Las comas, decía don
Hipólito, se han hecho para respirar y hacer entender el texto. Y
les propuso un ejercicio en el que únicamente tenían que acertar a
poner una coma en una oración. Escribió en el pizarrón: “No
quiero ser castigado por supuesto”.
Todos escribieron la frase en el cuaderno y colocaron la coma según
su entender. La mitad de ellos pusieron el signo gráfico detrás del
no, ya que el maestro había dejado intencionadamente un hueco tras
ella. Don Hipólito se paseó entre las mesas, revisó los cuadernos
y asestó dos sonoros golpes con la regla en la palma de la mano de
los alumnos fallones. Me han puesto, fue toda su explicación, que
quieren ser castigados, así que yo lo cumplo. Sólo se salvó
Isabelita, que aún estaba convaleciente del sofocón. Así eran los
maestros de antes.
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