Enrique
Carrerillas escuchó atento las explicaciones del sargento y llegó a
la conclusión de que aquello podía mejorar su reputación de
soldado, así que levantó la mano y se ofreció voluntario. Tomó el
arma en su manos, por supuesto con el seguro echado, emprendió la
carrera, saltó un obstáculo, dio tres volteretas reglamentarias, se
incorporó y apuntó con su arma al enemigo imaginario. Muy bien,
tomen todos ejemplo. Soldado, puede retirarse, que pase el siguiente,
dijo el suboficial. Pero el recluta permaneció inmóvil con los ojos
clavados en un punto fijo. Allí estaba, escondido malamente tras un
arbusto, su comandante en jefe en una postura poco digna. Éste se
incomodó y haciendo uso de la autoridad que sentía perdida, le
gritó: Arrestado el fin de semana. ¿No sabe usted lo que es una
gastroenteritis? Sí, mi comandante, le respondió en postura de
firmes, llevándose la mano extendida a la frente, mientras el
oficial trataba de ajustarse los pantalones. A sus órdenes, insistió
con idea de rebajar la tensión. La tropa, que estaba a sus espaldas,
no entendía nada, pero un sexto sentido les hacía pensar que era
mejor no preguntar. Enrique Carrerillas, más rojo que un tomate, se
incorporó al trote a la formación y supuso que había destrozado su
incipiente carrera militar. Cuando regresaron al acuartelamiento se
lo contó a sus compañeros que no pararon de reír la situación y
reírse del soldado, augurándole por lo menos un mal fin de semana
con los remordimientos de haber visto las blancurrias nalgas de un
oficial. Pero no fue así. Al final el mando no cursó el parte de
arresto y todo quedó en el olvido. Bueno, decía Enrique
Carrerillas, ya más relajado, va a ser que los mandos tienen
corazón. Y culo, no lo olvides, le recordaba un compañero guasón.
O ninguna gana de dar explicaciones a otros mandos, añadía un
soldado más realista.
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