Ramiro
Coscojales se quedó pensativo cuando leyó la esquela con el nombre
de un viejo profesor, el padre Jerónimo Ortega. Le vinieron a la
cabeza las peripecias que vivió en el internado, y la dura
disciplina que el difunto puso en práctica especialmente con él.
Para ser adolescente, yo no era tan complicado, pensó. Sin embargo,
Ramiro Coscojales tuvo una más que merecida fama precisamente por
sus “picias”, que era como antes se denominaban las travesuras de
los estudiantes. Y en este prestigio influyó lo suyo el padre
Jerónimo que siempre fue muy severo y poco amigo de perdonar las
cosas, y que tuvo una obsesión con domar a aquel adolescente
inquieto. Ramiro Coscojales todavía recordaba el día que, leyendo
las notas trimestrales de los alumnos en el salón de actos delante
de los 500 estudiantes, silabeó ce-ro en Geografía cuando
llegó su turno y lo adornó con un discurso inesperado. Sí usted,
Coscojales, tiene un di-ez en Picaresca, porque sólo a
usted se le ocurre pegar una chuleta en la espalda de la sotana del
profesor que paseaba entre los pupitres. Y esta noche viene a mi
despacho.
Aquel era un terrible castigo que extendió el temor entre
los compañeros y les aumentó las ganas de portarse bien. El agachó
la cabeza, dando los hechos como reconocidos y el castigo aceptado. A
la noche, cuando sus compañeros se acostaban, él tocó con los
nudillos la puerta de la habitación de don Jerónimo y muerto de
miedo pasó cuando le dieron permiso. Se va a pasar toda la noche
fuera, de pie en la puerta, le dijo, y no se siente o mueva, porque
le veo los pies por debajo. Y así empezó la tortura de aquel
adolescente tramposo. Se apostó en la puerta, de pie, y aguantó
una, dos, tres, cuatro horas. La luz de la habitación permanecía
encendida, el padre Jerónimo en vela y Ramiro Coscojales agotado y
firme en su posición, tanto que sus pies no se movían de puro
orgullo. Bueno, eso era lo que pensaba don Jerónimo que, dadas las
dos de la mañana, salió al exterior a dar por terminado el castigo
y vio que allí solo estaban los zapatos. El adolescente inquieto
hacía tiempo que había abandonado su posición descalzo y estaba
dormido en el pasillo recuperando fuerzas para el día siguiente. Lo
alucinante fue, recordaba Ramiro Coscojales, que a la mañana no me
reprendió, solo me lanzaba un “¿has aprendido, gaznápiro?” Don
Jerónimo Ortega estaba satisfecho de su castigo, pues durante dos
horas vio cambiar los zapatos de posición y después ya notó
demasiada quietud. Y eso le parecía suficiente. Lo que no supo
nunca, recordaba el reo, es que estuvo desde el primer minuto
descalzo sentado en el suelo y que se pasó dos horas moviendo los
zapatos...
______ o _____
No hay comentarios:
Publicar un comentario