8 ago 2016

Picias de internado

Ramiro Coscojales se quedó pensativo cuando leyó la esquela con el nombre de un viejo profesor, el padre Jerónimo Ortega. Le vinieron a la cabeza las peripecias que vivió en el internado, y la dura disciplina que el difunto puso en práctica especialmente con él. Para ser adolescente, yo no era tan complicado, pensó. Sin embargo, Ramiro Coscojales tuvo una más que merecida fama precisamente por sus “picias”, que era como antes se denominaban las travesuras de los estudiantes. Y en este prestigio influyó lo suyo el padre Jerónimo que siempre fue muy severo y poco amigo de perdonar las cosas, y que tuvo una obsesión con domar a aquel adolescente inquieto. Ramiro Coscojales todavía recordaba el día que, leyendo las notas trimestrales de los alumnos en el salón de actos delante de los 500 estudiantes, silabeó ce-ro en Geografía cuando llegó su turno y lo adornó con un discurso inesperado. Sí usted, Coscojales, tiene un di-ez en Picaresca, porque sólo a usted se le ocurre pegar una chuleta en la espalda de la sotana del profesor que paseaba entre los pupitres. Y esta noche viene a mi despacho.
Aquel era un terrible castigo que extendió el temor entre los compañeros y les aumentó las ganas de portarse bien. El agachó la cabeza, dando los hechos como reconocidos y el castigo aceptado. A la noche, cuando sus compañeros se acostaban, él tocó con los nudillos la puerta de la habitación de don Jerónimo y muerto de miedo pasó cuando le dieron permiso. Se va a pasar toda la noche fuera, de pie en la puerta, le dijo, y no se siente o mueva, porque le veo los pies por debajo. Y así empezó la tortura de aquel adolescente tramposo. Se apostó en la puerta, de pie, y aguantó una, dos, tres, cuatro horas. La luz de la habitación permanecía encendida, el padre Jerónimo en vela y Ramiro Coscojales agotado y firme en su posición, tanto que sus pies no se movían de puro orgullo. Bueno, eso era lo que pensaba don Jerónimo que, dadas las dos de la mañana, salió al exterior a dar por terminado el castigo y vio que allí solo estaban los zapatos. El adolescente inquieto hacía tiempo que había abandonado su posición descalzo y estaba dormido en el pasillo recuperando fuerzas para el día siguiente. Lo alucinante fue, recordaba Ramiro Coscojales, que a la mañana no me reprendió, solo me lanzaba un “¿has aprendido, gaznápiro?” Don Jerónimo Ortega estaba satisfecho de su castigo, pues durante dos horas vio cambiar los zapatos de posición y después ya notó demasiada quietud. Y eso le parecía suficiente. Lo que no supo nunca, recordaba el reo, es que estuvo desde el primer minuto descalzo sentado en el suelo y que se pasó dos horas moviendo los zapatos... 
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