Se
puso frente al espejo y ensayó el discurso que le tocaba soltar en
el mitin de las seis de la tarde en la plaza del pueblo. Primero se
ajustó la chaqueta, soltó un botón que le sacaba barriga, levantó
el dedo índice y gritó con voz impostada:
-Compañeros,
compañeras...
-Baja
la radio, hijo -le gritaron desde la cocina.
-Deja
ver la televisión, capullo -le dijeron desde el salón.
Así que no
tuvo más remedio que hacer la sesión vocalizando las frases, sin
que se le olvidara ni se oyera palabra alguna.
Por
la tarde, en el mitín, no funcionó la megafonía y él, el político
novato, fue el mejor orador de la tarde, con un discurso fluido y
ameno que todos siguieron con atención y hasta aplaudieron. Fue muy
convincente, dijeron. Eso sí, sin decir nada.
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