Todos
los días, al salir o entrar en el trabajo, se me cruzaba un gato
negro. Uno no es supersticioso de por sí, pero, por si acaso,
conviene no tentar a la diosa Fortuna. Así que ideé la manera de
cambiar la situación. Primero me hice amigo, llevándole comida y en
poco tiempo el gato callejero se dejó acariciar, con lo que conseguí
fácilmente introducirlo en una jaula de rejas holgadas. Saqué un
espray y rocié la piel del gatito hasta cambiar por completo su fino
color azabache por un llamativo verde pistacho. Esperé a que el gato
superara el trauma del nuevo look, y de paso a que se secara, y lo
liberé relamiéndome de gusto por mi maldad. El gato huyó
despavorido y no quiso saber nada más de mí.
Quien
sí está muy interesado en conocerme es una asociación local
animalista que, conocedora del caso, anda ya unos días acudiendo a
la prensa y bramando contra el lamentable suceso del gato verde
pistacho. De momento no me han localizado y me temo lo peor. Es lo
que faltaba para convencerme de una vez por todas que los gatos
negros traen mala suerte.
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