En
el día de mi cumpleaños recibí algunos regalos que me hicieron
ilusión, aunque el más sorprendente fue el que me envió mi tío
Juan, el pescador, nada menos que una barca desvencijada que sacó
del puerto. He dicho que era un regalo para mí, pero mi familia no
lo entendió así.
El
primero en intervenir fue mi padre, que colocó una cadena en una de
las cuadernas que quedaban al aire y la dejó atada a un árbol del
jardín.
-Que
ni se te ocurra echarla a flote -me avisó.
Mi
madre me sugirió que podía dejarla en el exterior, como adorno.
-Con
un poco de tierra encima y flores quedará muy bonita en el jardín.
Mi
hermano mayor, después de mirarla un rato, me propuso un arreglo.
-La
reparamos, la pintamos y nos vale para pescar en la bahía.
Hasta
el perro pareció tener algún derecho, porque se acercó, levantó
la pata y allí mismo marcó su territorio.
El
caso es que nadie quiso saber mis intenciones y yo me sentí muy
decepcionado. Así que saqué toda mi rabia de adolescente y durante
la cena hablé alto y claro.
-Que
nadie me toque la barca, que voy a estudiar náutica.
Todos
se echaron a reír y desde entonces no me hablo con nadie. Y no voy a
ceder. Mañana mismo pinto la bandera pirata en mi barca y la
convierto en mi estudio para hacer las tareas de la escuela. Por lo
menos los días que no llueva o haga frío. Van a saber quién soy
yo.
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