Llegó a
casa con una obsesión clara, quería escribir, antes de que se le
disiparan las musas, el microrrelato que había ideado en el autobús
durante el trayecto de la mañana. Para el mediodía ya lo había
masticado y con la noche, digamos, lo tenía totalmente digerido. Así
que antes de acostarse se puso frente al teclado y escribió la
entrada, aquella en la que el contexto y los protagonistas quedaban
ya anclados en el relato.
Pero una
terrible duda le asaltó. ¿Era apropiado Isabelita como nombre de la
heroína? Y en este dilema se atascó, tanto que perdió el hilo y
entró en caída libre, en fase de insomnio y en la desesperación
creativa. Al amanecer no tuvo más remedio que volver a la realidad
del trabajo diario y aguantar la resaca que le acompañaba.
-Ayer de
juerga, ¿no? -le dijo el jefe al ver su aspecto.
-Si -le
contestó con retintín-, estuve con Isabelita.
-¿Con
la nueva secretaria? -se sorprendió el jefe.
-No, no
-se disculpó.
Y en
aquel momento preciso se percató de que ésa era la razón del
atasco creativo. Aquel nombre le dejaba la mente en blanco. Así que
se levantó, fue hacia la nueva secretaria y la miró con otros ojos,
de arriba bajo y de izquierda a derecha, tanto que Isabelita se
asustó, se bajó la falda hasta tapar su rodillas y cerró un botón
más de su blusa.
-¿Desea
algo? -balbució.
-Sí,
páseme la lista de proveedores de Silicon Valley -dijo por decir
algo.
-Se la
envío por la intranet -respondió asustada.
Ya de
vuelta en su mesa el escritor resacoso respiró tranquilo. Ya sabía
por qué no progresaba su relato, que aquel nombre no era apropiado.
Miró la lista de proveedores y eligió uno cualquiera. Aquella noche
daría por concluido su relato.
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