Juan
de Dios de Montebite
era un hombre pegado a un cigarro, tanto que eran escasos los
momentos en los que se le podía ver el rostro sin el obstáculo del
humo. Su dentadura poseía dos colores, el amarillo oscuro para los
incisivos y más o menos blancos para los caninos, premolares y
molares. Y ¿qué decir de sus dedos? El índice y corazón parecían
embalsamados en potingues propios de muertos. Tal fue su idilio con
el tabaco, y otras sustancias compatibles, que falleció, según dijo
la autoridad sanitaria, por colapso pulmonar inducido por él mismo.
En su cuerpo se creó una complicidad tal que en la tumba donde su
cadáver reposa crece de forma espontánea una planta de marihuana
que no hay forma de erradicar. El enterrador asegura que él no tiene
nada que ver y la policía admite, ya por fin, que allí ocurre algo
paranormal.
Y
es que hay adicciones, amores al fin y al cabo, que duran hasta
después de la muerte.
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