El
sargento Reñones se reúne con los agentes de las patrullas urbanas
que van a salir a recorrer las calles.
-Dejen
aquí sus teléfonos móviles, ya les vale la radio que llevan
en el hombro para comunicarse con la base -les argumenta-, que no
quiero más casos como el de González.
Los
presentes se ríen y el citado mira al suelo avergonzado.
-Explique
qué pasó ayer.
-Yo, es
que, yo... -vacila el aludido que, de repente toma aliento-, ...que
me llevé la pistola a la oreja confundiéndola con el móvil.
-Pues se
están riendo de nosotros hasta en Pekin -se queja el sargento que
añade a continuación-. Queda arrestado en la base. Le diré su
cometido. Los demás salgan a patrullar siguiendo las instrucciones.
Los
“demás” no dejan de reírse del incidente del día anterior,
cuando el González acudió a mediar a un convento donde un feligrés
trastornado no paraba de cantar pasajes de la Traviata interrumpiendo
el canto gregoriano de las monjas del coro. Quiso informar a su
compañero por móvil y se llevó la pistola a la sien en un acto
inequívoco de suicidio en grado de tentativa. Una monja se abalanzó
sobre él y quedó reducido entre un mar de hábitos. Le costó
aclarar el incidente y acabó en el refectorio tomando chocolate y
pastas con las monjitas al completo que no dudaron en acompañarlo a
la comisaría rezando el rosario por el camino. Del feligrés
gamberro no se supo más.
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