Harto
de ser mal visto y peor mirado, quiso dejar ser burro y
convertirse en humano. Plegó sus orejas, escondió el rabo, dejó de
dar brincos, atipló su rebuzno, arregló sus crines, peinó
flequillo y se colocó una visera juvenil. De esta guisa se presentó
al equipo de fútbol local, porque era ahí donde creyó poder ganar
prestigio con mayor rapidez. Al poco le vistieron de pantalón corto
en las patas traseras, camisola en el lomo y patas delanteras y lo
sacaron a la cancha con la misión de hacerse fuerte en el centro del
campo e impedir el paso del balón. Pero cumplió a duras penas su
misión, pues no pudo dejar de dar mordisquitos al verde césped y
más de una vez se colaron los rivales con facilidad. Pero en el
momento que acabó con el pasto de su zona se convirtió en un as del
balompié. Golpeaba el balón con fuerza, imposibilitaba el paso del
rival, ganaba todas las disputas en el cuerpo a cuerpo y hasta
conseguía intimidar al árbitro que no le llevaba la contraria en
ningún momento. Lo bueno fue cuando metió gol. Sus compañeros se
le echaron encima para celebrarlo y dejó una estampa memorable, diez
hombres hechos y derechos montados en un burro que se movía por la
cancha como una sección victoriosa de la caballería de Napoleón.
Él sonreía pletórico, convencido de que los humanos ya lo tomaban
por uno de los suyos. Y tanta fue su satisfacción que soltó un
rebuzno antológico que hizo que el mundo se detuviera en un
instante.
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