Juan
era agnóstico. Nunca aceptó las grandes verdades que servían para
explicar el mundo, pero no dejaba de buscar respuestas. Así todos
los días de su existencia. En el lecho de muerte, se le acercó un
sacerdote tratando de llevarle consuelo y de abrirle las puertas del
cielo.
-No
pierda el tiempo -dijo el moribundo con voz queda-. Acepto su
consuelo. Pero no gaste energías, que pronto me convertiré en pura
materia inerte.
-Dios
le puede abrir las puertas del paraíso en el momento postrero -le
advirtió el cura.
-Para
nada, no soy creyente -le replicó-. No quiero nada de quien no existe.
-Es
una pena morir sin esperanza.
-No
se preocupe, que me muero muy tranquilo y en paz -le explicó-, que
he sido cristiano toda la vida.
-¿?
-Jesucristo
fue un hombre admirable del que he estado cerca-. Y le explicó-.
Siempre me he alejado de sus seguidores. Y diciendo esto exhaló el
último suspiro. Plácidamente.
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