La
campana sonó con insistencia. Todos los pasajeros
miraron automáticamente al frente para descubrir quién interrumpía
la marcha, pero no vieron obstáculo alguno y se desconcertaron. La
viajera habitual, que iba tras el conductor, sonrió con conocimiento
de causa. Ella ya sabía que todos los días al pasar por aquel
preciso lugar el conductor levantaba disimuladamente la mano y que en
la ventana del primer piso aparecía una joven mujer sonriente que devolvía el saludo. Aquel día el ritual fue distinto y
apareció la campana.
-Ayer se comprometieron, seguro -pensó. Y levantando la mano le tocó levemente el hombro al conductor.
-Ayer se comprometieron, seguro -pensó. Y levantando la mano le tocó levemente el hombro al conductor.
-Pronto
boda, ¿no? -le dijo.
Y
con una sonrisa que era la viva imagen de la felicidad, el hombre
asintió con la cabeza. La pasajera habitual le dio una palmadita
llena de complicidad.
El
resto de pasajeros, mientras tanto, seguía sin captar nada, mirando
por las ventanillas a ver quién era el causante del alboroto.
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