Abelardo
Casagrande, llevaba sobre sus espaldas un apellido de mucho peso,
pues era hijo de un marqués, algo que le hacía presumir de un
estatus que no era paralelo ni a su fortuna ni a su inteligencia.
Pero la verdadera realidad quedó desnuda el día que en medio de la
plaza del pueblo contempló su sombra y, para su desconsuelo,
comprobó que no era más llamativa que las de otros mortales, pues
apenas daba información de su preeminencia y distinción, por lo que
decidió protestar al mismo sol en persona. Así que giró su cuerpo
serrano y enfrentó su mirada con el astro rey, que tardó mucho
menos que el brevísimo suspiro de un poeta enamorado en dejarlo
cegato. Y así se atemperaron para siempre las ínfulas de grandeza
de Abelardo Casagrande que murió, ciego y triste, cumpliendo al pie
de la letra el refrán, que dice ni
cuna ni gaitas, todos soplagaitas.
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