El
marqués y su consorte dormían en habitaciones separadas, atendido
cada uno de ellos por su asistente de confianza. Pero una vez al mes
hacían una excepción. Don Alfonso del Tálamo abandonaba su
habitación, embutido en un caduco traje de cuero negro y armado de
un látigo que hacía restallar a su paso, y pasaba la noche con doña
Inés del Cortijo Real. Al amanecer, con la vestimenta desordenada,
regresaba a sus aposentos donde el asistente atendía sus
confidencias y le ayudaba a recomponer la figura y el ánimo.
-Anselmo
-le decía a su ayudante-, la marquesa es una fiera.
-Sí,
señor marqués -siempre se ha rumoreado que usted es un gran amante.
-El
que tuvo, retuvo, Anselmo, cuéntalo a la servidumbre.
-Sí
señor marqués, así lo haré.
Y
de inmediato reunía a las 15 personas del servicio y...
-Síganle
la broma -aconsejaba-. A sus 96 años necesita motivos para vivir. Si
no -les advertía-, perderemos la colocación.
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