Soplaba
el viento con fuerza y la lluvia arreciaba, de tal manera que
los paraguas volaban si no eran asidos con ganas. Don Máximo
Devoto, sin embargo, era un hombre que no se amilanaba
ante los elementos y, piadoso como era, decidió acudir al
último día de la novena de la Virgen del Perpetuo Socorro, armado
con un paraguas de robustas varillas y armazón sólido. Lo asió
con ambas manos y se cubrió con determinación dispuesto a llegar
a su destino.
Superó con éxito las primeras ráfagas de viento
y, cuando menos lo esperaba, salió disparado hacia lo alto, arrastrado
por un golpe de aire que lo elevó a las alturas, con tan mala
suerte que lo dejó dolorosamente sentado en el tridente de Neptuno
que era la estatua pagana que adornaba la plaza del lugar.
Allí el paraguas alcanzó su independencia, voló en círculo alrededor
de la fuente, se plegó misteriosamente y adoptó la forma
de un misil que, fatalmente tomó la dirección exacta hacia el
corazón de don Máximo que falleció al instante, quedando su cadáver
suspendido en las alturas, como si de un castigo divino se
tratara. Aquello dio mucho quehacer a los bomberos y mucho que
hablar a las gentes del lugar. Los creyentes redoblaron sus esfuerzos
por ser más buenos y los ateos entraron en dudas sobre
los irrefutables principios del pensamiento científico. Y algunos
cambiaron de bando, porque ¿cómo se explica un dios tan
severo y cruel con el bueno de don Máximo Devoto? O ¿cómo las
leyes naturales se dejan de cumplir de modo tan absurdo? Hubo
incluso algunos que se iniciaron en creencias paranormales. Y
todo por un paraguas que incumplió la lógica de las fuerzas naturales
y la piedad de las divinas.
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