Ovidio
Miró había sido de siempre un cegato que se movía por el
mundo con torpeza. Sabía de sobra que en algunas ocasiones debía
acomodarse bien las gafas para poder ver lo que había delante
de sus narices, pero en otras muchas ocasiones, en muchísimas
si él fuera sincero, ponía poco empeño en enterarse de
lo que había o sucedía a su alrededor. De esta guisa, entre sombras
y claroscuros, se organizaba la vida nuestro hombre. Y
es así como le ocurrió un buen día que aterrizó en una zona nudista
en la que un grupo de diletantes refrescaba su piel y
carnes al aire libre con la mayor naturalidad de la que eran capaces,
y nuestro buen hombre se desenvolvió con aún mayor aplomo
que ellos en aquel tumulto de carnes y sonrisas frescas. Al acabar
el episodio no faltó quien sentenciara.
-Este
es un hombre cabal que acepta con naturalidad el nudismo.
El
comentario de su mujer fue directo y claro.
-Al
pobre ya no le falta nada para ser ciego.
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