Pero un día le abandonó la fortuna, se perdió, y pasó a ser un gato callejero, donde el pasado bienestar solamente lo disfrutaba en sueños. Le tocó sufrir la insolidaridad de sus congéneres, el desprecio e indiferencia de los humanos, la agresividad de la calle, el hambre, en fin. Y lloró como lloran las víctimas defraudadas por la vida hasta blindar su corazón con la coraza de la impiedad. Así aprendió a matar para sobrevivir, a pelear por el mejor bocado en un vertedero, a imponer sus deseos ante las hembras en celo, a huir, trepar, esconderse cuando estaba en peligro. Cuando pasado un tiempo su primitivo dueño lo recuperó, ya no era la mascota cándida que jugueteaba displicente con los humanos, ya no dormitaba al sol con los ojos cerrados, ya no... Ahora escondía bajo tierra la comida, cazaba pájaros que devoraba presuroso, dormía en un lugar desconocido, era reacio a las caricias, ronroneaba de manera agresiva...
El dueño, sorprendido por aquella metamorfosis, acudió a un veterinario experto en psicología gatuna que, oído el historial del minino, diagnosticó un brote antisocial que debía ser tratado con ansiolíticos.
-Pues yo tomo regularmente Orfidal -dijo el dueño.
-Pues dele una pastilla todos los días al amanecer -sugirió el terapeuta gatuno-. Es un tratamiento barato.
Desde entonces el gato ha vuelto a ser el mismo. Ha recuperado peso y la costumbre de solazarse en el jardín, dormita en el sofá, se deja acariciar... Eso durante el día, mientras duran los efectos del fármaco. Porque al anochecer, lejos de los ojos del dueño, se transforma en la versión felina del mismísimo doctor Jekyll y el señor Hyde. Es, quién lo iba a decir, un gato de doble personalidad con trazas de padecer algún mal humano.
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